El doble y sus copias
Primer capítulo

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Luces y miserias de una (in)cultura política. Perón, Menem, Duhalde, Kirchner y el ruso Dostoievski.
Una sátira contra el peronsimo.



PRIMER CAPÍTULO
Lunes, 7 de agosto de 2006 (primera parte)





–Vení, vení acá.
–Salí... dejame...
–Vení acá te digo –y le meto un beso peronista, desmedido, desmadrado, nada de mesura mitteleuropea. Grazia me protesta, ¡me encanta que me proteste cuando la besuqueo así! Pone empeño en borrar las huellas de mi ataque libidinoso pasándose el dorso y la palma de la mano por la boca.
–Goriziana chancha, ardilla puerca –la reto mientras bajo del auto.
–Guacho, baboso, me la vas a pagar –me dice, mitad inquieta, mitad enojada, aferrada al volante como a un salvavidas, temerosa de que alguien haya visto la escena.
Abro el paraguas, llueve finito y tupido, me quedo mirando el auto que se aleja. Alcanzo a ver, a través de la luneta empañada, el movimiento de la mano haciéndome un saludo.
El portón de la calle está abierto. La gramilla, libre de jardineros predadores, ha desbordado el parque y tiene conquistada más de media vereda. La enredadera se adueñó de una buena porción del frente de la casa, cubrió por completo un ventanal, envolvió la baranda del balcón y sigue su ascenso vertical en busca del alero. Se me hace que es un pulpo verde con los tentáculos desplegados. Hoy por hoy, se diría, es la soberana de esta selva, de este reino salvaje que alguna vez supo ser jardín civilizado. Y es que el derecho del más fuerte también rige en el mundo de la savia, todo espacio verde es un teatro de operaciones, un campo de batalla por la supervivencia, en el que se avanza y se crece a expensas de los demás. La voluntad de dominio tiene raíces profundas y antiguas, clavó su arpón en la naturaleza vegetal mucho antes que en el mundo animal, tanto antes que en la historia del hombre. En fin, parece una casa abandonada, es lo que saco en limpio de la primera impresión. La llovizna puede más que mi afán de inspeccionar el parque y la fachada de la villa. Me resguardo en el porche, toco el timbre, la campanilla no suena, golpeteo con la alianza el cristal biselado de la puerta.
–Aaavanti, aaavanti –reconozco la voz de don Diego.
El sábado, es decir, anteayer, hablé por teléfono con la señora que lo asiste, Fiorella. Me comprometí a visitarlo y atenderlo las siete tardes de esta semana, el domingo inclusive. Ya el próximo lunes vuelvo con Grazia a Buenos Aires. Fiorella me pasó las instrucciones pertinentes, con detalles y números precisos: "Latte non troppo caldo, solo un cucchiaino di caffè, dos rebanadas de pan negro, jamón, queso", y tres pastillas que dejará preparadas en un estuche de plástico. A pesar de mi firme promesa de cumplir con la obligación contraída, me encargó que cada tarde le confirmara telefónicamente mi asistencia: "Io devo sapere con certezza che don Battista cenerá e prenderà le pastiglie". Se comprende, estamos hablando de comida y de remedios. El problema es que, a pesar de su pedido, no me acordé de llamarla. Salí a las apuradas y me olvidé. Mañana le hablo sin falta y, de paso, me disculpo por el descuido de hoy.
Abro la puerta, entro, saludo:
–Buenas...
Silencio absoluto. En el living no está; lo busco en la cocina, tampoco; retrocedo, veo que la puerta del baño está abierta. "¿Don Diego, está ahí?", pregunto, nadie responde. De todos modos, presiento que está en el baño, es sólo un pálpito, no me equivoco, lo descubro mirándose en el espejo del botiquín. Deduzco que no quiere mirarme, así de simple, ¡si lo conoceré! No quiere mirarme, imposible que no me vea. "Pensará que soy la asistente", conjeturo algo desorientado. "Acá falta luz", sentencio en voz baja. Me apoyo contra el marco de la puerta, medio cuerpo dentro del cuarto, pero él sigue muy concentrado en lo suyo, en la imagen que le llega del espejo. Con una mano agarra el vaso, con la otra abre la canilla... demasiado, el agua sale a raudales, casi a borbotones. Mete el vaso debajo del chorro y surge, caótica, una erupción turbulenta, catarata que se eleva, violando la ley de gravedad, violentando incluso el sentido común: parece que el vaso vomitara más agua que la que recibe. Sin dejar de mirarse, cierra un poco la canilla escandalosa. Descubro que el espejo está roto, tiene un agujero negro del que salen no menos de diez rajaduras. Alguien le pegó un golpe con algo duro. Un pequeño martillo. La ducha de mano, posiblemente.
–Don Diego –me vuelvo a anunciar.
Me mira, no sólo no me reconoce, es como si no me viera. Llena el vaso de agua, exagero, medio vaso, y bebe. En realidad, no bebe, hace un buche. Cierra la canilla, escupe, no escupe, se limita a abrir la boca y deja que el agua caiga en la pileta. Comienza a observar con atención, y a escarbar con el dedo la loza.
–Vieni, vieni, Carlu –me sorprendo al comprobar que, en realidad, me ha reconocido–. Guarda, guarda! Vení, mirá.
Me acerco, siento que algo no está bien. Se me hace que, en este cuarto de baño, hay más de un circuito que no cierra.
–Guarda!
–¿Qué cosa, don Diego? –me invade una especie de temor.
–Mirá, Carlu, mirá –y revuelve con el índice una de las partículas multicolores que salieron con el agua del buche y quedaron varadas sobre la superficie lisa. Se dobla sobre la pileta para observar más de cerca.
–Prendé la luz, Carlu, prendé que no veo.
Voy y presiono inútilmente la llave.
–Estará quemada la lámpara –deduzco.
Me dirige una mirada vacía, como si no comprendiera mi observación, o como si no le importara. Abre de nuevo la canilla, vuelve a llenar el vaso, medio vaso. Mientras agita el agua en la boca, me mira con una expresión de esperanza. Escupe otra vez, es increíble la cantidad de restos de comida que, nuevamente, quedan esparcidos en la pileta. Me nace un pensamiento triste: "Cuando se es viejo, hasta los dientes te juegan en contra". Con el dedo, juguetea con algo que por el color, se diría, fue la piel de un tomate, o de un ají rojo.
–Guaaaarda! –exclama suspirando y me sonríe satisfecho, como si hubiese reconocido algo especial en ese resto fermentado, seguramente, de la ensalada del almuerzo.
Repite el rito por tercera vez. De este tercer buche, es poco el oro que queda en la bandeja. Sólo una espuma blanquecina, con un efecto parecido al que deja, en el fondo del vaso, un digestivo efervescente.
–¿Qué busca, don Diego? –le pregunto.
–Cosas, m’hijo, cosas que tuve y ya no tengo. Buscando... buscando, encuentro, sabés. Bueno, no siempre, ¡es una lotería! Hay veces que no veo nada, y hay otras que veo casi todo.
–Vi, vi el tomate –le digo, como avalando su explicación.
"No es que se haya vuelto loco –me vuelve el alma al cuerpo–, sólo hace cosas de viejo."
–¡Viste, pibe, viste qué flor de tomate!
"Tiene su lógica", me consuelo.
–Vi, vi perfectamente –le respondo–. Voy a la cocina, don Diego. Vamos a preparar la merienda –"aquí ya vi demasiado", me digo.
Busco un jarro, y busco leche en la heladera, enciendo una hornalla, abro la alacena y encuentro el azúcar y el café instantáneo. De la bolsa que traje del almacén, saco el pan en rebanadas, lo pongo sobre un plato, hago lo mismo con el jamón crudo. Le toca el turno al queso "cinque mesi". Finalmente aparece don Diego. Descubro que usa bastón, está un poco encorvado y camina inseguro, a paso de tortuga. Apenas pasaron dos años desde la última vez que lo vi, pero parece diez años más viejo. Basta ver las cosas que, ahora, hace en el baño. "¡Ah, mierda!", suspira y exclama al dejarse caer en la silla. Se ve que hasta sentarse le cuesta trabajo.
–Sabés –me dice, adivinándome como siempre el pensamiento–, la vejez es una asquerosidad, pero no queda más remedio que adaptarse.
–Ahora nos vamos a adaptar a un buen café, don Diego.
–Es que yo busco, busco y encuentro, sabés... revolviendo a fondo, siempre sale algo. Son estrategias, caro, estrategias de supervivencia –como de costumbre, me ignora, no atiende a lo que digo ni presta atención a lo que hago.
–Un buen café con leche con un panino speciale –insisto con lo mío.
–Sin estrategias te vas al carajo, solito, solito. Es mejor una mala estrategia, una estrategia equivocada, que andar a la deriva y sin rumbo.
De a poco voy comprobando que las dos imágenes de Battista, la que yo conocí hace dos años, y esta de ahora, se empiezan a acercar, comienzan a converger en algunos puntos. No sé hasta dónde habrán de conciliarse.
–¿Cuánto falta para ese café?
–Un minuto y está.
–Bué... si ese minuto es realmente ¡un minuto! –refuerza los términos con el índice extendido–, allora espero –me advierte y, contrariado, deja caer la mano sobre la mesa.
–Me parece que usted perdió la paciencia. ¿O me equivoco?
–Con los viejos hay que tener paciencia, caro, mucha paciencia. Cuando uno es viejo, se vuelve ciego y sordo… y con los ciegos y sordos hay que tener nervios de acero. No te queda otra.
–Pero usted no está ni ciego ni sordo.
–Ah, viejo, sí, querés decir que soy un vejete, un vejestorio.
–No, lo dijo usted, yo no dije nada, yo sólo dije que me parece, me parece –remarco las dos palabras–, que perdió la paciencia.
–Pero, Carlu, mirame –abre los brazos en señal de indefensión–, si estoy como quien espera la misericordia divina.
Siento la obligación de quedarme, parado, pegadito a la cocina, como si con mi cercanía pudiese apurar la acción del fuego sobre la jarra de leche. En tanto, veo que el hombre hace una inspección minuciosa de la mesa servida. Toquetea el queso, el jamón, cada rebanada de pan, se sirve una feta de jamón, pero se arrepiente y la vuelve a dejar, hecha un bollo arrugado, sobre el plato. Me mira de reojo, reconozco esa mirada, me está tomando el tiempo. Finalmente, se recuesta contra el respaldo de la silla y me observa sin disimulo.
–Un amigo, Peralta... el Colorado –me dice–, tenía una teoría de por qué los viejos…viste, hacemos chanchadas.
–A ver...
–Por un lado, para dar lástima, a los viejos nos urge dar lástima, es lo único que nos queda... Y, por otro, para jorobar al prójimo, en especial a la familia, a los hijos, a esos desagradecidos que uno trajo al mundo, y a los nietos cuando son ya boludos grandes y el nonno dejó de ser el nonno para convertirse en un viejo hincha pelotas. Y el Colo reivindicaba esas asquerosidades de los viejos... Es un modo de sentirse vivo, Carlu, de saber que todavía conservás una mínima cuota de poder, como para seguir jodiendo al semejante, como cualquier hijo de vecina, esencia del hombre, naturaleza humana. Joderás al prójimo lo máximo que puedas, principio universal del bípedo mayor, sea negro, blanco, piel roja o amarilla. Es algo que traemos en la sangre, caro mio.
–¿Cómo? ¿Joder al prójimo? ¿Y la doctrina social cristiana dónde quedó?
–Bueno, yo te estoy hablando del Colorado Peralta –hábilmente esquiva el golpe; veo que el hombre aún conserva intactos ciertos reflejos.
–¿Peronista?
–Nooo, el Colo... el Colo era un… loco, un bohemio.
–¡Joderás al prójimo lo máximo que puedas! –repito con ampulosidad, dándole pie para que siga.
–Cada cual jode al otro como puede. La cuestión es sacar de él una tajada, algún provecho, aunque más no sea hacerlo arrabbiare. Pero al mismo tiempo, todo viejo necesita humillarse ante los demás, dar lástima, para hacer más penosa la lástima que ya siente de sí mismo. Y algo de razón debía de tener el Colorado; mirá, yo hay veces que quisiera ser la yegua de Crimen y castigo, y que Mikolka y sus amigotes me apalearan, todos, todos en contra de este viejo indefenso. Uno quiere que lo apaleen por pigro, por viejo pigrone y viejo inútil.
Lo dice enojado, ¡pero con tanta gracia! Declamando sigue siendo un maestro. Le sirvo el café; el hombre lo prueba al toque:
–Molto buono, molto buono! Ma un po’ freddo –y vuelve a tomar, esta vez un sorbo largo y sonoro.
–¡Qué sueño terrible el de la yegua de Crimen y castigo! –exclamo, mientras le acerco las tres pastillas, no sea cosa que se olvide de tomarlas.
–Pero uno también tiene su dignidad... uno también tiene su dignidad, ¡qué carajo! Y cuando puede se rebela. Entonces se mete el dedo en la boca, en la nariz, y después va y toquetea todo, la comida, la fruta, el pan... el pan es lo mejor, absorbe que da gusto –se despacha burlón y me descostilla de risa–, Carlu, el pan es una esponja –se mea riendo él también, lloramos los dos–, y todos ponen el grito en el cielo. Incluso a la asistente que viene le hago asquerosidades, y la gorda me reta. Le tengo que pagar, imaginate, yo pago por su trabajo, pero igual me reta, no me putea porque no se anima, pero la turra me grita: "Cosa fa, don Battista, non faccia schifezze!" Sólo falta que me diga: "Vecchio porco!" Y vos sentís que todavía sos alguien, cuando ves que podés sacar de las casillas al prójimo, sentís que aún te quedan fuerzas para seguir adelante. Y no te miento, si me puteara, si me puteara, es capaz que ahí nomás me la monto, no sé cómo, pero me la monto, con todos mis años… ¿cuántos son, Carlu?
De la risa, no puedo responderle de inmediato:
–Ochenta y seis… No, todavía ochenta y cinco –alcanzo a corregirme.
–¿Ochenta y cinco? ¿Ochenta y cinco? ¡No puede ser! ¿Estás seguro?
–Ochenta y cinco –confirmo.
–Bueno, con los años que sean, me monto a la gorda. Si me putea, te juro que le doy a fondo como manda Satanás.
Se me caen las lágrimas. "¡Este viejo no tiene remedio!", pienso.
–Es así, más te desprecian por viejo asqueroso, más fuerza sentís para tirar del carro, sentís que la vieja yegua aún puede tirar del carro, con Mikolka y todos los gordos y las gordas encima.
Hago un esfuerzo para decirle:
–Yo, don Diego, yo soy peronista. No le hago asco a nada.
–Carlu, caro mio, siamo peronisti… veri peronisti.
–Salud, don Diego.
–Salute, compañero –chocamos las tazas, aunque ya casi estén vacías. El último sorbo es el mejor. Ingenuo de mí.
–Sera, buona sera.
De improviso aparece en la cocina una señora regordeta. "Ha de ser la Fiorella", me digo. No me equivoco. Cuarentona la asistente y rebosante de salud, el paso enérgico y la mirada desconfiada. De sorpresa entró por la puerta de servicio.
–Non mi ha chiamato, caro, non mi ha chiamato –me recrimina, mientras hace una inspección rápida de las bondades que hay sobre la mesa. Le echa un ojo a la mesada de mármol, huele con esmero perruno la jarrita de leche.
–Scusi, mi he olvida...
–Come?
–Si è dimenticato –don Diego sale en mi ayuda, haciendo comprensible mi jerga extraterrestre.
El relámpago humano sacó, no sé de dónde, una botella de chianti, pone dos vasos sobre la mesa y nos sirve una medida generosa a cada uno.
–Un solo bicchiere al giorno –es la instrucción que recibo, con un marcado énfasis puesto en el solo.
–Grazie –le digo yo; don Diego no le dice nada, es obvio que se siente molesto, que la dama no le cae simpática.
Afirmada contra la mesada de mármol –los ojos enrojecidos de odio y los maxilares apretados de rabia–, Fiorella veja con el corcho la botella. El tapón recupera sus fueros naturales, y aunque no haya sido por las buenas, sino por las malas, y bien malas, puede decirse que se ha hecho justicia. Me mira para cerciorarse de que también la estoy mirando, veo entonces que pone la botella sobre la alacena –"Es un escondite", deduzco–, gira la cabeza y me guiña un ojo cómplice, confirmando mi presunción. Terminada la operación chianti, se aposta detrás de don Diego, y me dice con la boca fruncida:
–Memoria lunga va bene, ma la memoria corta... –y baja el pulgar en señal de derrota.
"La memoria lunga, la larga, esa es, precisamente, la que a mí me interesa", me digo, sonriéndole a la Fiorellina, todavía acalorada, mientras vuelve a la acción con movimientos vivos, enérgicos, como si su espíritu no pudiese soportar un minuto de quietud. Finalmente, cruzada de brazos, se para en un extremo de la mesa. Lo estudia a don Diego como si fuese un caso perdido, ahora le sonríe como a un chico travieso, cuando de pronto me clava la mirada con ojos de sargento de infantería:
–Attenzione con il caffè! –me advierte–. Lo beve così caldo che si brucia la bocca. Mi ha capito?
–Ho capito –le respondo tragando saliva. Más que por advertido me doy por intimidado.
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Para hacer un guiso de liebre, lo primero es tener la liebre.
F. M. DOSTOIEVSKI, Demonios
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Antes de proseguir con la historia, unas líneas para orientar al lector. En la Argentina siempre se dijo –e, ingenuamente, muchos confunden "decir" con "saber"– que toda historia sobre o del peronismo en algún punto se vuelve novela. Al respecto, me permito hacer dos observaciones: abundan los hechos pintorescos (y sobreabundan los dramáticos) que, en principio, hacen plausible la curiosa afirmación. Resulta notoria, en cambio, la carencia de explicaciones capaces de abordar globalmente la química de esa metamorfosis. En otras palabras: se habla del fenómeno, pero, en rigor, no se conoce. Tal vez, este libro sobre Perón y, lo que podría llamarse, el espíritu peronista –libro que, por azar o destino, también sucumbió a la seducción literaria– nos obligue, como mínimo, a replantear el vínculo entre peronismo y novela: ¿Quién alimenta e impulsa a quién? ¿Es el peronismo el que juega con la ficción, o es la ficción la que juega con el peronismo? En suma, ¿quién es el cazador y quién, la liebre? De todas maneras, no es este el tema central de la obra, sino más bien una consecuencia del mismo, aunque no por ello desdeñable.
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Para evitar confusiones, de ahora en adelante, convendría tener presente que, más allá del elemento ficcional, esta novela tiene, en esencia, pretensiones testimoniales. Aquí, concretamente, vamos a revelar una historia, una historia que es, a la vez, historia del peronismo e historia del país. Todo surgió a partir del curso, sobre la vida y obra de Dostoievski, que Diego Battista dictó, a mediados de 2001, en la Biblioteca Statale Isontina de Gorizia, antigua ciudad del nordeste italiano, y de mis diálogos con don Diego en su aristocrática villa goriziana. Tres precisiones que –estimo– el lector sabrá agradecer: a) Lo del curso sobre Dostoievski fue revisado y corregido por dos personas que asistieron, razón por la cual esas páginas resultan altamente confiables. b) Los ocho encuentros que tuve con el viejo en agosto de 2006, dos meses antes de su muerte, los tengo grabados; es decir, lo que al respecto aparece en el libro (se trata de los capítulos fechados e impresos en bastardilla) es, prácticamente, una trascripción literal de esas grabaciones. c) No gozan, en cambio, de la misma reputación las discusiones correspondientes a mi primer verano goriziano, estamos hablando de julio de 2004, cuando lo conocí a don Diego. Esos diálogos son, en parte, reconstrucciones hechas a partir de mi memoria y, en parte, producto de mi imaginación, a la que me vi obligado a recurrir para rellenar las numerosas lagunas que aparecieron en el primer borrador del libro. De todos modos, ésta no ha sido la razón determinante para que, finalmente, me decidiese a revestir los contenidos testimoniales con los decorados propios de la novela. Por ahora, y como para salir del paso, me limito a declarar que la mezcla de ficción y realidad resultaba beneficiosa para casi todos los implicados en la narración. Sólo quedó en la intemperie esa gran masa humana que algunos llaman "rebaño".
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Simpática conjunción la de peronismo y novela, si no fuera porque los habitantes de este suelo somos de carne y hueso, y porque disponemos, además, de una sola vida. Yo quiero otro país, y quiero otro peronismo.
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Palabras clave: Novela, Argentina, Italia, Peronismo, Perón, Dostoievski